6 dic 2010

Un dia cualquiera - Sergio Gaut vel Hartman

Era el primer día de otoño, imagínense, o el 13 de septiembre, no importa. Una noche sin música, para aumentar la confusión. En algún lugar lejano, aunque no tanto, ya que se podían oír claramente los quejidos de los moribundos, se estaba librando una guerra. Ya saben cómo es esto: la guerra empieza por allá, o por más allá, pero siempre se extiende como una mancha de tinta sobre un mantel de lino, avanzando, siempre avanzando, acercándose a tu ciudad, a tu barrio, a la puerta misma de tu casa; las guerras, antes, ahora, tienen ese rostro tan familiar: calaveras descarnadas que deciden instalarse en tu sala, comer tu cena, beber tu vino y acostarse con tu mujer, después de hacerte a un lado como a un mueble viejo.
Estaba pensando en eso cuando me descubrí caminando sin placer por una calle oscura de un barrio pobre, periférico, cuidando cada paso y dándole la razón a los que aseguraban que presenciábamos las primeras maniobras de un largo y complejo suicidio. Me detuve en una esquina, junto a una ventana abierta y sin dudar un momento, sin ningún pudor, observé la habitación en la que un hombre viejo, sentado en una mecedora, rígido como una piedra, con la mirada perdida en el vacío gemía una tonada más antigua que el viento. No comprendo cómo supe que la tonada, el viejo y la guerra que se libraba muy lejos de allí estaban enlazados; la configuración, casi idéntica a otra, producida muchos años atrás, evocaba el día en que mi abuelo había quedado atrapado en una red de circunstancias similares, fortuitas y adversas, que convergieron en su muerte. Desalentado, desvié la mirada. Para recordar no son necesarios los ojos, me dije. Hubiera querido arrancármelos y guardarlos en el bolsillo del abrigo, pero no lo hice. De todos modos, a partir de ese momento los recuerdos fluyeron en orden, con la precisión de un mecanismo. El primer movimiento del adversario parecía haberse completado.
¿Por qué había muerto mi abuelo? Es decir, no pregunto la razón metafísica de la muerte: tal vez estaba escrito en algún libro o simplemente el azar rozó con su ala ese lugar en ese instante. ¿Por qué había muerto en ese momento, en ese lugar? ¿Por qué no intervino algún agente, una providencial y mágica mano que supiera retorcer el espacio, desviar la bomba, detenerla en el aire sin explotar, a pocos centímetros de su cabeza? Lo pensé entonces y lo pienso ahora, cuando todo lo que debía suceder ya ha sucedido.
El viejo se mecía en la silla y canturreaba, tal como lo hizo mi abuelo mientras los aviones se desprendían del cielo sin nubes como gotas de aceite, lentos, en racimos. Dirán que lo estoy imaginando, que se trata de un truco de la mente, que yo no pude haberlo visto; es cierto. Pero oía los truenos, cada vez más cercanos; podía oler la sangre y tocar el espacio encallecido con las yemas de los dedos. ¿Para qué necesitaba los ojos? 
Mi abuelo no sabía, es cierto, cuánto faltaba para que el infierno se desencadenara. Estaba tranquilo, esperando la hora del té. Tampoco lo sabía el hombre sentado en la mecedora, como ausente, que canturreaba su tonada antigua. La guerra está lejos, pensaba, tal vez, o quizá no pensaba para nada en la guerra. Prefería pensar en otras calamidades, más cercanas y nocivas. Si le alcanzaría el dinero para comprar la comida, si lo echarían a patadas de esa pieza; no pagaba el alquiler desde hacía tres meses; hacía tres años que cobraba exactamente lo mismo: una pensión miserable. Esas cosas pensaba el viejo. La guerra era invisible, inexistente, nula.
Fue en ese momento que comprendí que mi adversario, fuera quien fuese, esperaba que yo realizara el siguiente movimiento.
De acuerdo, pensé: el siguiente movimiento, lo haré. El viejo se mecía y canturreaba. Yo busqué un lugar donde sentarme y hallé un cajón de manzanas vacío. Comprobé que era capaz de sostener el peso de mi cuerpo y me instalé en la misma posición que utilizaría un jugador de ajedrez. Apoyé los codos en los muslos y la cabeza en la palma de las manos tras unir las muñecas formando el cáliz de una copa, o una vasija. Supe que cualquier observador vería en mí el remedo de un cuadro pintado por Bezhan Shvelidze, “Problema de tiempo”, se llama el cuadro. Eso hace la figura pintada. ¡Cómo me gusta ese cuadro! Analizar. Reflexionar. La siguiente jugada. Siempre pensamos en la próxima jugada como si fuera capaz de solucionar todos los problemas creados por las que la precedieron. Miré fijamente al viejo, del otro lado de la ventana y vi el 13 de septiembre de 1939, lo vi con absoluta precisión, con una claridad que no necesitaba de los ojos, como un ajedrecista avezado ve todas las tramas que entrecruzan las posibles trayectorias de las piezas. 
El 13 de septiembre de 1939, el pueblo de Frampol, Lublin, Polonia, con una población de 3000, sin ejército o blancos industriales, ni cualquier defensor del ejército polaco, fue prácticamente aniquilado por la Luftwaffe en un bombardeo “de práctica”. El pueblo en el que vivía mi abuelo fue escogido porque los aviones, volando a baja velocidad, no podían ser víctimas del fuego antiaéreo. También porque la plaza central del pueblo era un punto de orientación ideal para las tripulaciones. Tengo dos fotografías: una anterior y otra posterior al bombardeo. En la primera se ve el pueblo; en la segunda un gran machón blanco y algunas líneas oscuras que convergen sobre el presente como una acumulación de brumoso maíz inflado y barras de chocolate. 
Levanté la vista y observé el cielo azul brillante; nada de bruma. En ese momento, la inocencia de la noche, la calma abisal de la atmósfera clamaban que yo estaba loco, que había imaginado una guerra y trucado un par de fotos para sentirme víctima de una grosera injusticia. Doble fraude. Había imaginado dos guerras y trucado millones de fotos para sentirme víctima de varias monstruosas injusticias. Cuestión de magnitudes. Bien. Las agujas corren. Debo jugar o perderé por tiempo, inexorablemente, tengo el mismo problema que el jugador de la pintura. Miré al viejo, que seguía en la misma posición, ajeno a todo. Como un ajedrecista que se precie de serlo, sabía que cuando el tiempo se agota uno piensa más en el reloj que en la partida. Pero hay que tomar una decisión, mover, mover alguna pieza, moverla. 
Abandoné la posición contemplativa, con los brazos apoyados en los muslos y la cabeza entre las manos. Puse todos los músculos en acción y salté hacia la ventana abierta como quien se mete en un cuadro de Rubens o Velázquez. Esos sí que pintaban grandes cuadros.
Al verme irrumpir en su habitación y en su calma, el viejo me miró con los ojos desorbitados. Yo era, a todos los efectos, un intruso, un ladrón que se proponía despojarlo de lo poco que tenía. Por lo tanto, mi primer gesto fue de advertencia. Puse un dedo sobre los labios y con la otra mano le indiqué inequívocamente que esperara, que permaneciera en calma, que confiara en mí. Excesiva carga para una simple mano. No obstante, sirvió. El anciano se relajó en su mecedora y se dispuso a escuchar mis argumentos. No los hubo, por supuesto. Lo arranqué de la mecedora y me lo cargué sobre los hombros. Pesaba menos que un almohadón de plumas. Atravesé la habitación y confié en que la puerta no estuviera cerrada con llave; no estaba cerrada con llave. Salí a la calle y empecé a correr. El viejo no protestaba, aunque en la tensión de su cuerpo percibí el miedo. Temí que se orinara, mojándome la espalda, pero por alguna razón inexplicable, a medida que poníamos distancia, se iba tranquilizando. Corrí, no sé, diez, quince cuadras. Con el aliento entrecortado me detuve en una esquina y deposité al viejo en el suelo.
—¿Por qué lo hizo? —dijo, con voz temblorosa.
—Escuche —respondí. Puse una mano en la oreja y lo invité a hacer lo mismo. A lo lejos, se dejaban oír las explosiones de las primeras bombas.
—¿Truenos? —dijo el viejo mirando hacia lo alto. El cielo azul brillaba sin matices y las estrellas parecían colgar como faroles. Hacía siglos que no se veía una noche como esa—. No pueden ser truenos.
—Bombas —repliqué, lacónico, sin deseos de explicar nada.
—¿Bombas?
—Bombas —repetí—. Un bombardeo; hay una guerra, una nueva, o la misma de siempre. —Era difícil de creer. Bombas. Tardíamente llegó el sonido de los aviones de la Luftwaffe que, una vez descargada su mercancía se elevaban en dirección al norte, dejando atrás el objetivo demolido. Ondulantes lenguas de fuego y humo subieron hacia el cielo como si fueran entidades capaces de absorber la luz, capaces de comerse los colores, los brillos, los tonos del aire.
—¿Bombardearon mi casa? —El viejo estaba desolado. —¿Qué les hice, yo? Nunca le hice mal a nadie.
Le pasé un brazo por el hombro y lo atraje hacia mí. —Usted, nada, por supuesto. Nadie les hizo nada, nunca. Pero a ellos eso no les importa. Venga, vamos. Quiero que conozca a una persona.
—¿Quién es usted? ¿Un ángel, un demonio?
—¿Cree en esas tonterías? 
—No. ¿Quién es, entonces?



Sin agregar una sola palabra lo conduje a través de las calles vacías, extrañamente solitarias. El silencio se propagaba, continuo, perpetuo, aunque ya debía haber bloqueos en numerosos lugares para dejar pasar a los equipos de bomberos que se dirigían a apagar los incendios. Habíamos quedado en una zona hueca; los autos y camiones se verían obligados a dar grandes rodeos. Dejamos atrás una serie de pasajes estrechos, tortuosos y llenos de basura; aquí el pavimento aparecía mojado y brillante; los semáforos se abrían y cerraban, solitarios e inútiles en las intersecciones. Llegamos a mi casa cuando una cúpula de rojo resplandeciente ya cubría totalmente la ciudad y proyectaba largas sombras, como en un atardecer de verano. 
En la oscuridad de la sala, mi abuelo se mecía en una silla y canturreaba una tonada más antigua que el viento.
—¡Abuelo! —exclamé; ignoraba la palabra que debía designarlo en su idioma. ¿Dzeide?
El hombre iluminó el ambiente con su mirada. Tampoco para esto hacen falta los ojos, perecía decir. Pero estaba seguro de que no entendió la palabra.
—¿Quién es? —dijo el viejo que yo había rescatado. 
—Mi abuelo. Debería haber muerto en Polonia el 13 de septiembre de 1939, en el pueblo de Frampol, Lublin, pero está aquí, ahora; no sé cómo ocurrió. Por lo visto he logrado torcer la historia o lograré torcerla. —Hablaba atropelladamente. El milagro conseguido superaba con exceso mis propósitos. Mi abuelo nos miraba con ojos desorbitados. Acababa de advertir que no estaba en su casa, en el shtetl en el que había nacido y en el que suponía que iba a morir, aunque no de esa forma.
—¿Cómo le va, abuelo? —dijo el anciano que yo había rescatado de una muerte segura; tendió la mano. Mi abuelo abrió la boca y emitió unas palabras incomprensibles. Hablaba en idish, por supuesto, pero con un acento que yo no podía desentrañar—. ¿Qué dice?
—No sé; yo tampoco entiendo el idioma.
—¿No entiende a su abuelo?
—No entiendo nada. No debería estar aquí. Tendría que haber muerto hace más de sesenta años. —Miré a ambos viejos y descubrí un sospechoso parecido. La luz era escasa, pero sentí durante un momento el tenso equilibrio, aunque seguía sin comprender lo que ocurría. ¿Era posible que al cambiar la posición de un elemento el efecto multiplicador hubiera alcanzado los hechos del pasado?
—El pasado no es un lugar cristalizado —dijo el viejo, contestando a mis pensamientos. Dejó vagar la mirada de un lado a otro de la habitación y de pronto clavó los ojos en el vacío de la pantalla de televisión y la contempló con expresión lúgubre, incrédulo, enojado, mientras sus uñas arañaban la superficie de la mesa; el chirrido era insoportable. Mi mente sólo parecía capaz de pensar en una barraca colmada de cadáveres.
—Shaj *pareció decir entonces mi abuelo. Su rostro se iluminó aún más intensamente y miró al otro viejo con atención.
—Yo no creo en los milagros —me excusé—, pero algún nombre hay que darle a lo que está ocurriendo con nosotros... —Me interrumpí en ese punto porque vi que ambos me miraban atónitos.
—Soy un hombre ignorante, pero siempre pensé que estas cosas podrían pasar —dijo el viejo—. ¿Cuál podría ser la razón para que las cosas no se definan de otro modo?
—Shaj *repitió mi abuelo.
—¿Esta palabra sí la entiende? —dijo el viejo.
—Creo que sí. Es muy parecida en muchos idiomas. Quiere decir ajedrez.
—¿Querrá jugar una partida? —Los ojos del viejo también se iluminaron. Yo me moví hacia un armario en el que guardaba un juego de madera, una buena imitación de un Staunton y el tablero que me había fabricado un artesano de Glew. Puse el tablero y la caja sobre la mesa y empecé a ubicar las piezas. Mis ojos contribuyeron a la orgía de luz. Eran tan radiantes todos aquellos ojos que hubieran sido innecesarias las lámparas.
—Adelante —dije cuando las treintidós piezas ocuparon sus lugares iniciales—. Jueguen.
—¿No tiene un reloj? —dijo el viejo. Mi abuelo pareció entender y movió la cabeza, apoyando la iniciativa. Suspiré y saqué del armario el viejo Roa que me había legado el doctor Campos antes de irse a radicar a Alemania. Le di cuerda imaginando que seguiría un reclamo porque el reloj no era electrónico.
  —¿Algo más? Tal vez quieran butacas más cómodas o un fiscal profesional.
—No sea tonto, hombre —dijo el viejo—. ¿No se da cuenta de lo que nos estamos jugando?
—Una partida de ajedrez —repliqué—. ¿Qué más? —El viejo sacudió la cabeza e hizo la primera jugada. Mi abuelo respondió. Tras las primeras cuatro o cinco quedó en evidencia que los dos sabían bastante del asunto. Una variante Najdorf clásica en la defensa Siciliana. Era más extraño de lo que cualquiera que no conozca el juego podría suponer. Najdorf llegó de Polonia a la Argentina el 24 de agosto de 1939 y de inmediato se sumergió en la vorágine del Torneo de las Naciones que se disputaba en ese momento en Buenos Aires. El 13 de septiembre, mientras Frampol era bombardeada por la Luftwaffe, le estaba ganando su partida a Ilmar Raud, un alemán, tal vez un nazi, o no, vaya uno a saber. La mínima revancha de Miguel era nada si se la compara con la destrucción de Frampol. Algunos de los muertos eran sus primos. Poco tiempo después toda la familia de don Miguel murió en los campos de Auschwitz o Dachau. Despejé de mi mente cualquier intrusión ajena al problema. El 13 de septiembre de 1939 esa variante no existía, ni siquiera para su autor; ¿cómo la conocía mi abuelo?
La partida entre los dos viejos seguía desarrollándose dentro de los cánones de la más pura ortodoxia. Por lo visto ambos jugaban tanto o mejor que yo. En un momento el viejo, tras hacer una jugada sólida, alzó la vista y me miró a los ojos. —Hay que consolidar la posición —dijo. Hay que consolidar la posición, repetí para mí; no hay que arriesgar, no hay que ser audaz: hay que consolidar la posición. ¿Significaba eso lo que yo suponía?
La partida se hundió en el tiempo. Mi casa se hundió en el pasado. La jugada que el viejo debería haber hecho, volando el centro negro, era la versión a escala del bombardeo “de práctica” efectuado por la Luftwaffe sobre Frampol. La jugada que hizo, consolidando la posición, operaba como un lazo que unía a Frampol con Buenos Aires, 1939 con el presente. El pueblo en el que vivía mi abuelo fue omitido porque los aviones, aún volando a baja velocidad, no podían verlo. De nada sirvió que la plaza central del pueblo fuera un punto de orientación ideal para las tripulaciones; no había plaza, no había pueblo. Puedo imaginar la expresión de incredulidad de los pilotos, pero en realidad no me importa. 
Tampoco importaba ya la posición de la partida que disputaban el viejo que yo había rescatado de una guerra y mi abuelo, rescatado de otra por fuerzas que no entendía, pero que sin lugar a dudas operaban con toda efectividad. ¿Preferirían llamarlo magia? Yo no; soy una persona que no cree en esas tonterías. No obstante, estaba perfectamente claro que mientras los dos viejos siguieran jugando al ajedrez el puente entre el presente y el pasado no se rompería.
Les hice una seña para que siguieran tranquilos. Dos, cien, un millón de partidas. No tenía el menor apuro. Fui a la cocina y empecé a preparar el té. Verifiqué que hubiera limones (los polacos toman el té con mucho limón) y pensé cómo le gustaría al otro viejo. Lamenté no tener el samovar que una tía se empeñó en regalarme y yo rechacé por considerarlo un trasto ridículo.