8 oct 2010

                                                                                                 El otro es una doublette del sí mismo”
Heidegger: El ser y el Tiempo,. 

         La adversidad me impide hablarles personalmente. Sería tanto más fácil. Mi solo aspecto sería más revelador que tantas palabras, pero comprendan, no puedo ir. La adversidad se llama señor juez, que me retiene. Y después, quién sabe después. Por esto les ruego lean mi caso:
- Qué vio usted, me interrogó el uniformado.
- Eso mismo quisiera saber. Porque la seguí en el laberinto en que de pronto se convirtieron las góndolas del shopping. ¿Me convocaron su andar ondulante, o la tenacidad en ocultarse con un ropaje amplio, que la envolvía de pies a cabeza con un paño negro que rodeaba su cuello? Nada más atractivo que aquello que se oculta. Siempre la vi de espaldas, negándome su belleza, quizás para no deslumbrarme. Aún así era una belleza ver la oscuridad deslizarse como un reptil por el piso de porcelanato impecable, en un clima aromatizado, rodeada de brillos en los estantes en que cada cosa estaba en su lugar, nombradas y con un orden claro, creando una naturaleza lógica y previsible.
-Resuma, me interrumpió, no me interesa su punto de vista sino que declare lo sucedido.
- Me informaron que, si bien de cada producto había muchas unidades, el que  buscaba era escaso, que siguiera hasta el fondo, y en la anteúltima góndola tal vez lo encontraría.
         En la mitad del camino la vi, en una transversal, caminaba de prisa, frente a una góndola de cremas y ungüentos, y la seguí. Anduvo zigzagueando entre las estanterías, y a mi deseo de encararla se superpuso mi intriga ¿buscaba algo o estaba perdida? Por discreto mantuve cierta distancia.
         Dobló hacia la derecha, y la perdí de vista. Volví a verla al final de otra góndola, mirando unos cubiertos. De pronto –no sé de dónde salió- hubo otra mujer a su lado, con un ropaje similar. Discutieron, una muy cerca de la otra, tan igualadas que más que un duplicado parecía un diálogo consigo misma. No se escuchaba, pero por los gestos discutían, o ella con su alteridad. En caso que así fuera, ¿se imagina el horror de verla despiezada y en conflicto con una emanación de sí? Era insoportable no saber. Tal vez porque me acerqué la unidad se rompió y se fueron. Una para cada lado, desparramadas, como fotocopias al viento. No era fácil distinguir una de otra, seguí a quien creí que era ella, la original, la parte que me atrajo,  pero llegó antes al final de la góndola y desapareció. Cuando iba a girar, en la dirección opuesta escuché el grito y un ruido de platos rotos. Eso fue todo, y ahora si me permite sigo mi camino. Aún no encontré lo que buscaba.
- De ninguna manera, queda usted detenido. Se presentó como testigo, sin embargo ha estado muy involucrado, como partícipe necesario. Habrá que investigar, y quién le dice, tal vez encuentre lo que busca. Por de pronto ya declaró su hermano.
- ¿Hermano? ¿De qué hermano me habla? Yo no tengo hermano.
- ¡Vamos hombre! Caminando –dijo, y me empujó- no puede negarlo, son idénticos.

         Mi caso no ha de ser el único, habrá otros similares, casi idénticos, a quienes le endilguen un genérico duplicado.

Alberto Zimmermann 

 


¿Tiene espacio, tiempo, forma, color, el imperio de la muerte? ¿Pueden ellos ver; verme? ¿Pueden llorar las almas? ¿Añoran?
¿Qué estarán haciendo mis muertos mientras yo vivo y no duermo, mientras descanso en una música que te traiga a vos, mi más querido, al mundo de los vivos, mientras el sueño no viene porque se va con vos?
Pregunto sin cesar, sin obtener réplicas, sin continente para las respuestas, sin calmar la sed del porqué mudo.
¿Y el deseo? ¿Son libres las almas del deseo? ¿Son libres de las cadenas de la carne? ¿Son testigos de las cruces que cargamos aquellos que subsistimos? Las cruces de sus tumbas, nunca cerradas en nuestro imaginario. ¿Y las ganas de llorar, de besar, de matar, las tienen? ¿El ansia del mar, zambullirse, lamerlo, sentirlo, la portan? ¿La esperanza de amar, persiste en ellos?
Vuela el ángel de las incógnitas, le sonríe a mis dudas y sus obligados silencios. No me dará respuestas, agitará sus alas sobre la nebulosa de mis incertidumbres para borrar mi búsqueda. Así me dormiré, creyendo haber hallado las respuestas, conformándome con los que me convienen y los no que no se ajustan a mis pretensiones

7 oct 2010

JOSELITO

JOSELITO
Capítulo de novela. – Sergio Pavlovsky

Ese nocturno  tibio de verano, atraía a disfrutar de la terraza del edificio donde Joselito trabajaba como  Encargado.
Solo  ellos dos existían, cerca de un farol de hierro despintado, con pretensiones de iluminar más de lo que podía; con una pálida luz solo apta para enamorados. Los rodeaba el aroma de jazmines con pequeñas flores celestes.
A Hilaria le gustaba cuidar las flores y plantas, pero en el lugar que ahora estaba viviendo no tenía lugar ni siquiera para verlas en fotos.
Se deleitó  al sentir la frescura de la botella de sidra entre sus manos. En la bandeja Joselito había agregado queso, salame y pan casero, que no desentonaban como compañía.
Todo  fue llegando de a poco, lentamente, como si lo saborearan y parecía que ninguno tenía apuro por concretar; lo demoraban sabiendo el placer que emana de los preparativos.
Todo se  desarrollaba como lo habían pensado; sabían que el momento estaba llegando.
Joselito bajó hasta su departamento para sumar a la fiesta a otra botella de sidra. Abrió la puerta; se quedó mirando el cuadro, homenaje a los muertos en la Guerra Civil, que tanto había atraído a su madre.  
Sus recuerdos rompieron, una vez más, los candados. Las imágenes de la mañana del entierro, con él como único participante, cubrieron los demás pensamientos y se iban deslizando en su mente; ese gris rodeado de tristeza, la llovizna que ayudaba a la depresión; la angustia de no entender el porque de no ver más a su madre y conocer la soledad en el mundo.

La manija plateada que apretó en su mano, trasladando el ataúd, se había grabado en sus archivos como una imagen y por sentir como le lastimaba la mano con su aspereza. Un tenue recuerdo para su padre, y su infancia que pasó en segundos. Como siempre le pasaba, tardó en volver; disfrutaba reviviendo su pasado.

Joselito sacó la botella de sidra de la heladera, agregó un paquete de galletitas y subió a reencontrarse con Hilaria.
Iba a ser esa, la primera noche que disfrutarían juntos.
El amor pretendía incorporarse a ellos y ninguno de los dos, lo dejaría fuera.
Embelesados, charlaron  hasta que llegó un momento que cambió el rumbo.
La besó suavemente, sin apuros, como guiaban los manuales, de donde había aprendido.

Casi dos horas después Hilaria se sintió mal; había intentado pero no se animó a confesarle cosas tan íntimas. Pasó un tiempo largo antes de decidir a operarse; una vez realizada, Hilaria se arrepentía, cada uno de sus días de las consecuencias.

Había refrescado, y después de un tiempo largo de estar conversando, le propuso bajar a su departamento.
Abrió la puerta y le pidió que lo esperase un minuto afuera, hasta  que le avisara.
            —Ya podés  pasar Hilaria, estás en tu casa—
Abrió una botella de vino blanco bien frío; las gotas giraban resbalando  a su alrededor, sin terminar de caer, como tratando de quedarse a presenciar lo que imaginaban estaba llegando. Sentado en el borde de la cama, lo excitó que  se acomodara sobre sus piernas. Se sintió mirado con ternura y a la vez con complicidad.
Con mucho cuidado fue desprendiendo los botones de la blusa turquesa.  
Tuvo la impresión que una  tropilla de caballos acababa de incorporarse a su cuerpo.
Disfrutó la manera como lo abrazó y que sus caricias no dejaran algo  sin recorrer.
A cada segundo, iba ascendiendo el deseo; su camisa cayó en el suelo, hábilmente guiada por las manos de Hilaria; el cinturón quedó tirado sobre la cama; sus pantalones no se resistieron demasiado ante el avance de ella.
Besándola, las manos de Joselito, sin apuro, iban dejando al descubierto  los encantos de Hilaria.
La recostó, muy despacito, sobre la cama cubierta por sábanas negras de satén que había comprado en el Once, anticipándose al momento.
Su mano comenzó a acariciar las piernas de Hilaria y se fue deslizando, milimétricamente, bajo la pollera; iba recorriendo el camino. Había casi llegado.

Por unos segundos quedó inmovilizado. Retiró su mano bruscamente.

Hilaria se sentía mal; no se había decidido a confesárselo y ya no podía seguir ocultándolo.
Se levantó de la cama; la miraba sorprendido. La palidez se estacionó en su rostro.
Ante la inexpresiva mirada de Hilaria, recogió el pantalón y su camisa.
La acompañó hasta la puerta de calle. Quería volver a estar a solas con su madre.

 

6 oct 2010

UN ADELANTADO TRISTE

¡Qué señor estúpido don Pedro de Mendoza! Vino tras un sueño equivocado, tras una misión irreal e imposible. No quiso ser el fundador de una colonia laboriosa y próspera, quiso ser el jefe de una expedición de conquistadores de gloria y de tesoros.
Magro en carne y en palabras, con la mirada alucinada de los fanáticos y de los locos, llegó a las costas del Río de la Plata  para encontrar solo una serie de lagunas y bañados, con pocas promesas de las riquezas que soñara, y sin la posibilidad material de tener una ciudad con palacios construidos en piedra, solo pudo armar un pequeño caserío de ranchos de adobe, débilmente defendidos por un muro de barro.
Los aborígenes, ciertamente escasos, no comprendieron que a partir de su llegada eran vasallos del Rey de España. Don Pedro les demandó que les proveyeran de alimentos. Al principio así lo hicieron, pero luego, al ver que en nada les beneficiaba esta vecindad, simplemente se retiraron. ¡Retirarse! ¿Con permiso de quién? Don Pedro montó en cólera, y envió una expedición punitiva. Había que castigar la insolencia de negarse a proveerles de víveres. Marcharon las huestes españolas, con caballeros y soldados, hasta las márgenes del Río Luján. Y allí fueron derrotados.
Fue esa quizás la más legítima de las victorias de los indios en tierras del Plata, cuando el choque de culturas aún no estaba contaminado por otros intereses. Murieron más de 30 caballeros y soldados, y el triste regreso terminó en un obligado encierro de los españoles dentro de su reducto, condenados al hambre y a la desesperanza.
Mucho meditó don Pedro de Mendoza sobre esta derrota, sobre esta situación. Porque Don Pedro era inteligente. Y no es que hiciera gala de su inteligencia, al contrario, ese don no figuraba entre sus códigos y prejuicios. En realidad, por educación, por tradición y por decisión propia tenía en la más alta estima al linaje, a su lealtad al Rey y al pundonor. Pero su inteligencia trabajaba en sus largas noches de insomnio, y barajaba argumentos deprimentes, y encontraba razones que no se animaba a confesarse abiertamente a sí mismo, mucho menos a sus subordinados y compañeros de un tiempo tan adverso. Y sus peores pensamientos lo llevaban a una conclusión desesperante: se le habían acabado las ideas, ya no sabía qué hacer.
Y entonces se fueron, despoblaron Buenos Aires, que en poco tiempo sería solo un conjunto de taperas abandonadas, y luego nuevamente el bañado original. Se fueron, y Don Pedro llevó consigo su frustración y su desengaño, y una enorme tristeza solo comparable al hambre  que pasaron durante su penosa aventura.

Emilio Enrique Menvielle