20 oct 2010

HECHIZO

No sé qué hago dentro del sueño de este desconocido. Por qué camino por su mente. Él tampoco sabe quién soy, sólo que me sueña. Le digo cosas que no entiende, y lo inquieto. Yo me asombro de confesarle mis fantásticos secretos porque sólo a los elegidos está permitido revelárselos. ¿Será él uno de ellos?  ¿O será mi carcelero, ya que en vano intento soltarme de su fantasía?
Voy con un gato en los brazos, envuelta en túnicas. Pequeñas hogueras flotan en ese ámbito fantasmal donde me muevo. Soy un sueño y simultáneamente una realidad incomprensible. Soy el soplo del inconsciente ajeno y de la conciencia del Todo; algo intangible que camina por senderos etéreos. Sé que poseo el conocimiento pero no puedo trasmitirlo. Sé que soy una enviada que perdió la memoria de su misión. Él sí sabe cuál es, y en sus vasijas de colores ubica cada idea en un receptáculo diferente.
¿Dónde me lleva este hombre? ¿Acaso camina despierto conmigo dormida en la mochila de sus sueños?
Mi gato se acurruca en mi seno como si no quisiera advertir el peligro, lo siento vibrar con el pelambre erizado. Los andenes por donde ahora marchamos están habitados por felinos de todos los tamaños y colores. Bellos ejemplares de pelo lustroso donde destella un verdor que parece de otro mundo, del mundo del soñante. Él se mueve bien en estas perspectivas de rieles solitarios y luces lejanas, hay entradas de luz o salidas definitivas, sin retornos. Tal vez sean túneles de despedida, aquellos donde las almas deben llegar si quieren desprenderse de este mundo. Es el transbordo, la hora de dejar la resaca en la tierra y tomar el tren a las alturas, libre de equipaje; sin cuerpo ni halagos, sin mezquindades. Espíritu puro.



De pronto los descubro tras las brumas de la estación, en el falso humo de locomotoras que ya no existen, echando volutas de ayer entre sepias neblinosos con oscuras vestimentas del pasado; y aún así, procurando brillar en flashes de una época extinta. De este modo pulula la cohorte de fantasmas. Hay rasgos etéreos que me llevan al ensamble de historias: los ojos de mirada oscura, la tristeza, algo de partir sin saber dónde arribar, el desencanto de no haber logrado lo pretendido. Se sientan en los bancos de los andenes vacíos, esperan un tren que ya pasó, circulan entre la nada, aspiran un aire que ya no les pertenece, se asombran de un presente dentro del cual no tienen cabida, ni comprenden.
El gato, espantado, salta de mis brazos dejando trazas carmesí sobre mi piel. Se junta con sus congéneres. Quién mejor que ellos para detectar los mudos chillidos de los muertos. Ese aferrarse a la memoria de los vivos para continuar experimentando algún sentimiento, retener los espejismos, creer que todo continúa y esperanzarse en que aún tienen otra chance. Chance de cambiar el pasado, de modificar la historia, de cumplir lo incumplido, de torcer los rumbos erróneos.
El desconocido me toma de la cintura, me habla al oído, siento que desde la planta de los pies me sube el deseo, uno que no corresponde a los sueños sino a la realidad más palmaria. Manos y piel, brazos y espalda, piernas y caderas, lubricidad que se difunde, olas de placer estallando en el murallón de mi enajenamiento. Maravillosa conmoción que me hace soñar dentro del sueño.
Pero ellos… Ellos nos observan desde las cuencas vacías, se recrean maquiavélicamente con mi goce; las caras difusas esbozan sonrisas torvas. Siento miedo, y ese miedo multiplica la fruición, acelera el ritmo de las embestidas a las que soy sometida, cada vez más profundas, más exaltadas. Quiero huir y más me aprieto al hombre, que de pronto me entrega. Son ellos ahora quienes me disfrutan, uno a uno. Noto las variantes, el erotismo, la lascivia, la ferocidad, el castigo. Ir y venir que no cesa, royéndome, lacerándome. Mordeduras, arañazos, a todo soy sojuzgada. Me roban entre alaridos, gruñidos y jadeos. Soy su objeto, la mártir que entregó el desconocido para tener acceso a las tinieblas; el pago estipulado. Así moriré, vejada, herida, desmembrada en una solitaria estación de trenes.
Los gatos me observan, me lamen, son quienes velan mi muerte. Como guardianes, impedirán que otros se acerquen; cuidan su alimento. Aguzan sus dientes, afilan las uñas de sus zarpas, en las pupilas cortantes hay un fulgor extraordinario. Pasean ronroneantes palpando mis flancos. Olfatean y…
Me siento en la cama de un salto. No sé qué soñé para estar tan agitada, llena de sudor y de arañazos. No hay una porción de mi cuerpo que no duela. Tomo un sorbo de agua, apoyo mi cabeza en la almohada, lentamente recobro la serenidad, se apacigua mi respiración, la conciencia se torna borrosa… Voy con un gato en los brazos, envuelta en túnicas…


Cristina Stoppello

De libro – Betina Goransky & Sergio Gaut vel Hartman

La admisora de la obra social que me deriva pacientes de la zona de Olivos está más loca que un plumero o por lo menos bastante perturbada, ya que todos los últimos casos que me envió parecían sacados de la página 301 del DSM IV. La cosa empezó con la señora Salinas, una mujer de unos sesenta años, que se vestía toda de negro, con pañuelo en la cabeza incluido como la bruja del cuento de Blancanieves, una depresiva tan típica que no se podía creer. Ana Lopresti, la del miércoles, era una maníaca a la que le temblaba todo el cuerpo y miraba demasiado hacia al balcón. ¿Estaría pensando en tirarse? Por las dudas dejé marcado el número de emergencias en el celular. El caso del perverso señor Ordoñez, que portaba una Biblia en el morral y se levantaba pendejos por avenida Santa Fe era aún más evidente y típico. Pero el colmo fue un joven de treinta años, Héctor Anera. Tardamos veinte minutos para llegar al consultorio por culpa de todos los rituales que tuvo que cumplir. Paso a describirlos: hizo cuatro series de poner el pie derecho para adelante y para atrás, antes de entrar al ascensor, y luego otra igual del izquierdo. Se tomó otros cinco minutos para cerrar la puerta con el codo, sin permitir que yo lo ayudara, de puro caballero. Coronó el asunto cuando, ya en el consultorio se encontró con los portarretratos de mis nietos boca abajo, simplemente porque yo los había dejado así después de limpiarlos y antes de volverlos a ubicar en su sitio. El resto de la sesión la empleé tratando de explicarle que aquello no traía mala suerte y que no se iba a morir de muerte súbita si no cumplía esos pasos rigurosamente. Ni siquiera pude anotar sus datos personales en la ficha.





Cuando terminó la semana no pude evitar que me asaltaran fantasías de casos tradicionales y divertidos como el de la peluquera que tenía un amante rengo y lleno de acné con el que se encontraba en la escalera para tener sexo más adrenalínico o el de aquel joven que se enamoró de su compañero de trabajo porque le hablaba todo el tiempo de las películas de Bergman. También fantaseé con la admisora. La imaginé revisando el DSM IV y buscando, con obsesiva prolijidad, los casos que encajaban a la perfección con los descriptos en el libro para mandármelos sin falta. En esa fantasía estaba incluido el placer que le causaban mi perplejidad y mis deseos de estrangularla.
No obstante, ahora me carcome una duda. La cuarentona histérica que tengo frente a mí y presenta los rasgos justos descriptos en la página 298 del DSM IV, ¿no será la admisora disfrazada?

Tomado de http://brevesnotanbreves.blogspot.com/






http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/betina-goransky.html


http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/sergio-gaut-vel-hartman.html

Con los dedos - Cristian Mitelman, Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Acá tiene, don Gregorio —dijo Eusebio tendiéndole unas cuartillas al chacarero, escritor de microficciones en sus ratos libres—. Úselo como base.
Gregorio miró las hojas por arriba y por abajo, de frente y de perfil.
—¿Está seguro? ¿Miró lo que dice acá? —El chacarero leyó:
“Las cosas más importantes del universo, a saber: la inestabilidad de personificación de los neutrinos, el decaimiento de la tasa de expansión del universo y sus consecuencias o viceversa —o vicerveza— sobre el cambio mundial del euro y el dólar, además del famoso dilema del túbulo unificador (o agujero de gusano) y la posibilidad de viajes en el tiempo basándose en la ecuación de Euler...”
—Sí, lo había leído —interrumpió Eusebio—. ¿Qué tiene de particular?
—Escribir una microficción con esto es más difícil que pellizcar un vidrio.—¡No sea flojo, hombre! ¡Qué va a ser! —Y siguiendo la acción a la palabra, Eusebio puso el pulgar y el índice sobre el parabrisas de la Ranger de Gregorio y pellizcó. El virulo resultante tenía la forma de la galaxia NGC 5679.

Tomado de http://brevesnotanbreves.blogspot.com/

Peligro de extinción – Antonio Jesús Cruz - Sergio Gaut vel Hartman

—Soy un hereje, aunque no crío cocodrilos —dijo mi amigo Antonio descorchando el tercer Malbec Rosé de la cena.
—¿Podrías explicarlo? —pregunté sin demasiada convicción. A mí me gusta el
Chardonay cosecha tardía, y llegado el caso prefiero un Beaujolais fresco, suave como beso de muchacha. Pero Antonio no se inmutó.
—Como un amigo mío que cría una nambá verde en los quince centímetros cuadrados de su bolsillo.
—¿Una namba verde? —Lamenté no tener acceso a la Wikipedia; la Wikipedia era la solución perfecta. O lo habría sido, si Antonio no hubiese seguido con su incomprensible discurso.
—Ahora bien, lo que Saturnino no sabe es que mi volcán, que antes erupcionaba con abundante lava, ahora sólo tira cenizas, por lo tanto, no puedo utilizar plumas incandescentes para escribir cuentos. Eso me pasa por sentarme a tomar un café justo al frente de la plataforma uno.
Renuncié a seguirlo. Me embutí un buen pedazo de vacío —debo admitir que como maestro asador Antonio raya la perfección— y busqué consuelo en Pocho, el alienígena que había llegado de Tau Ceti para reformular la actividad solar y evitar que el 21 de diciembre de 2012 la desestabilización de la corteza terrestre nos mandara a todos a la quinta del ñato. Pero a Pocho el Malbec Rosé le había pegado de un modo insultante.
—¿Qué cocodrilos, nambáes verdes, cenizas de volcanes y plataformas de trenes? En este planeta lo que hace falta es mano dura para poner en cajas a los intelectuales que todo lo embrollan y confunden. —Cuando se enfurecía, Pocho hablaba con un dejo de acento alemán—. Me parece que no voy a arreglar nada lo de los neutrinos para que este mugriento sistema se vaya por el desagüe.
—Calma, Pocho —dijo Antonio guiñándome el ojo—. Ya vienen las mollejas, y están como te gustan.
Pocho se serenó y pasando la lengua trífida para secar sus jurcias, estiró el brazo y puso la copa en posición para que le sirvieran otro poco de Malbec Rosé.