8 jun 2011

El descenso


Una puerta como para pigmeos separaba lo anhelado de lo visto siempre. An era un grano de arena más frente al impertérrito Goliat que inmortalizado en Giza soportó tantas lunas y soles como el mismísimo dios.
Tuvo que hacerse bolita para atravesarla. Bajó el primer escalón rechinante y se tomó del improvisado barandal. Miró hacia atrás e hizo un gesto como de aceptación. Un escalón más. Delante de sí marchaba una tropilla fatigosa. Algunos exclamaban de asombro y otros gritaban por retornar a la luz. Pero para subir había que terminar el camino en bajada. La estrechez del canal hacía imposible la circulación en dos sentidos. An decía que en las profundidades algo esperaba por ella.
Al cuarto de camino un precario sistema eléctrico tomó la posta de la claridad del sol. El aire era cada vez más denso. Otro escalón más; otro. Comenzó a cantar una suerte de oración que se mezclaba con voces en ruso, alemán, inglés, árabe y español. No era posible entender qué decía pero se escuchaba la entonación melódica.
Medio camino abajo. An volvió a mirar para atrás. La diminuta entrada no se vio más. Solo una cadena humana informe la seguía. Como pudo tomó una botella de la pequeña mochila que pendía bajo de su tórax. Hizo un cuenco en la mano, volcó un poco de agua que sorbió y se refrescó la cara. Comenzó a sentir el sopor. Había poco oxígeno para tanto ganado en la manga. Quiso hacer un alto pero le fue imposible.  
Llevaba ya algo más de media hora ahí adentro. Era empujada por manos, piernas, torsos. Olía las respiraciones de esas bocas cada vez más abiertas que exhalaban un vaho pestilente. Agachada, con el techo del conducto pegado a su espalda, An siguió camino.
De pronto escuchó subir sin freno el grito de un español que había llegado. No volvió a mirar hacia atrás. No le importó qué tan lejos había quedado el mundo y lo asfixiante del ambiente. Trató de apresurar la marcha dirigiéndose a quienes estaban adelante. Preguntó, también a los gritos y excitada, qué era lo que se veía. Pero la horda babélica no respondió.
Otro escalón. Uno menos. Descendió acariciando el muro de bloques. Por un instante se recostó sobre ellos como buscando fundirse con la eternidad.
Último escalón. Por primera vez titubeó en bajarlo. Pero la masa que escoltó su descenso pareció empujarla a asumir un destino que aún no estaba escrito en ningún libro. Dado el paso, toda la antesala se metamorfoseó. La muchedumbre y la gradería se esfumaron y de las paredes brotaron algunas escrituras. Su rostro no reflejó expresión alguna. Con dificultad empezó a leer en voz alta uno de los textos del ala sur. Al continuar por los que estaban en el oeste, el despojado espacio se vio súbitamente ocupado por preciosos objetos. Los observó como reconociéndolos. Dejó caer su cuerpo en un sillón y se durmió.
Cuando despertó se dirigió a la cámara funeraria. Los millares de almas que pasaron por allí habían dejado un hálito de vida. Rodeó el sarcófago de granito negro recitando la oración del descenso. La luz artificial también desapareció.
Quizá las generaciones venideras puedan decir qué le sucedió a An luego de escuchar la voz que como un rugido nació del interior oscuro de una pirámide.

Carolina Menón

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