Por la mañana comenzó a levantarse la niebla. La noche anterior había estado lloviendo sin tregua, Valdivia lo sabía porque no logró pegar un ojo hasta que el despertador sonó a las seis. Se sentía agotado. Aún así, tras tomarse una taza de café cargado y amargo, salió rumbo a la maldita zanja donde sus hombres lo esperaban. Habían encontrado un auto sumergido y un cadáver al volante. ¡Buena manera de empezar el otoño!, pensó. En el camino recordó que Sabrina, su hija, le había dejado un mensaje en el celular y él se había olvidado de contestarlo. “Desde que murió mi hermano dejaste de ser mi padre”, le había reprochado tiempo atrás. Quizás tuviera razón, se planteó; en verdad, había dejado de existir.
Volvió a la comisaría con un nudo en el estómago. La cara del pibe muerto le recordaba la de su Fabián, no podía quitárselo de la cabeza. Era como si se lo devolvieran de nuevo muerto.
--¿Usted es el padre de Fabián? –le preguntó el médico de terapia intensiva, sacudiéndolo. Se había quedado dormido en un banco del pasillo, después de dieciséis horas de espera.
--Sí –contestó sobresaltado--; ¿cómo está mi hijo, doctor?
--Mire, lamento decirle que... –No terminó la frase, Valdivia lo empujó y entró en la sala sin que nadie pudiera detenerlo. Se acercó a la cama donde estaba Fabián y se aferró al cuerpo sin vida. No había cómo separarlo.
Barnes y Salgado entraron al bar y se hizo silencio. Sintieron las miradas de los pocos clientes sobre ellos. Como cada vez que algo alteraba la monótona paz del lugar, el clima se ponía denso y la curiosidad se mezclaba con el miedo. Barnes extrajo una foto de la víctima y, mesa por mesa, la mostró para ver si alguno la conocía. Salgado, mientras, tomaba un café en la barra y hablaba con el dueño del boliche.
--Dicen que el pibe se parecía al hijo del comisario –comentó el Vasco.
--Sí, y eso a Valdivia lo puso más loco que de costumbre. Es hora de que profundicemos en la investigación o nos va a reventar a todos.
--Pero no es la primera vez que en la zanja muere alguien, hace un tiempo se ahogó un pibito. Fue de noche, también; ¿te acordás?
--Hace más de dos años, y no la arreglan. Como sea, el problema no es sólo la zanja, sino que Valdivia cree que esto no tiene nada de accidente.
--¿Y qué va a ser si no?
--Él cree que se trata de algo más grosso, habla de asesinato. Y andá a sacárselo de la cabeza.
--La tiene tocada desde que murió la mujer y el Fabián. Lo que me extraña es que los que iban con el muerto se rajaron.
--¿Qué decís, Vasco? ¿De dónde sacaste que iban otros en el auto?
--Lo contó el Chino, anoche, en mitad de la curda que se pegó acá.
--¿Y recién me lo contás, imbécil? ¡Salgado, vení! –llamó—. Vamos a buscar al Chino, éste dice que sabe algo.
Lo encontraron tirado en la pieza de Rosa, la dueña de la pensión donde se cobijaba cuanto malandra pasara por el lugar. Dormía la borrachera. Salgado lo despertó a cachetazos. Detestaba a los borrachos; le traían el recuerdo de su padre, siempre envuelto en vahos apestosos, hablando incoherencias, descargando su furia alcohólica en él y en su madre. Y la agresión resultó, porque El Chino recobró la lucidez en un santiamén, y dijo que antes de retomar la ruta los que iban en el auto que terminó en la zanja, habían estado comiendo un guiso en lo de la Rosa. Que hablaban en voz baja pero amenazante, de deudas, creía el Chino, y al más joven --el muerto, aclaró--, le advirtieron que si intentaba hacerse el vivo, iba a ser boleta. “Sí señor --confirmó el Chino, con el temor de que Salgado le diera vuelta la cara otra vez--; lo amenazaban, y el mocoso temblaba y se reía al mismo tiempo.”
Valdivia atendió el teléfono y se quedó ensimismado al colgar. Habían encontrado otro cadáver, no muy lejos de allí, en Ocampo. Era un hombre de unos treinta años, tenía el cráneo destrozado, le comentaron. Iban cayendo las piezas que probarían sus sospechas, especuló. Dio un último sorbo al café y salió en dirección a Ocampo por la ruta 32. Al llegar vio una ambulancia y un coche de la policía. Se preparó para un muerto más, eran tantos los que colmaban su lista que ya nada le asombraba. Pero lo que vio, diría más tarde, era de un horror difícil de digerir.
Parado frente a los restos, Valdivia sintió un malestar violento. El que le avisó había hablado sin estar en el lugar, por eso desconocía los detalles, pero ahí, la cosa era brutal. El rostro de la víctima estaba deformado, los brazos y piernas sujetados por alambres, lo que restaba del cuerpo era un guiñapo sanguinolento. Había sido torturado y ejecutado, alguien saldaba cuentas pero al mismo tiempo requería una información que el muerto tenía y, sin duda, había confesado. Valdivia se preguntó a qué se debería tanta violencia. Estaba en esas elucubraciones cuando un nuevo llamado las interrumpió.
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