Me enamoré de sus tetas de giganta, de sus grandes labios y de su cuerpo enorme, capaces de albergar mi boca y mis manos en un abrazo incoherente. Pero era demasiado pequeño para ella. Me tomó entre dos de sus dedos, me hizo oscilar como si fuera una mosca atada a un hilo y me arrojó al tacho de basura.
Recuperé el sentido doscientos años después. El mundo había cambiado bastante. Baudelaire, tras resucitar para reclamar el premio Nobel, me llenó de patadas en el culo porque yo pretendía a la giganta. ¡Qué tipo prepotente y cerril! ¿Cómo podía yo saber que iba a resucitar? Me fui mascullando furia y me encontré con otro imbécil, Rimbaud, el infatuado, ese demente autodestructivo cuyo mayor anhelo era jugar en Boca.
—¿Seguís obsesionado con jugar en Boca? —le pregunté.
—No es una obsesión. ¡Si volviera el tiempo, el tiempo que fue! Porque el hombre ha terminado, el hombre representó ya todos sus papeles.
Me encogí de hombros y caminé hacia la estación de trenes. Con esa actitud de mierda nunca te van a poner, tontito, pensé. Unas cuadras más adelante esperaba Verlaine con un revólver en la mano. El disparo no era para mí, pero lo recibí agradecido. La vida había perdido su consistencia desde que murió la giganta. Y como no tengo la certeza de que pueda resucitar me despido de ustedes en este mismo momento. The end.
Abro los ojos. Montada sobre el puente de mi nariz hay una mujer de cinco centímetros.
—Te amo, gigante —dice.
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