A las nueve, ingresé al Jardín Botánico cuando el sol pugnaba por caldear a unos pocos visitantes. Disfruté del nuevo verde inglés de las rejas perimetrales y la suave melodía que canturreaba el viento al filtrarse por los barrotes. Caminando despacio y con la mente en blanco alejado de mis reflexiones, observé entre el follaje la figura de una mujer. Se hallaba cerca del sector donde abunda el aroma a romero y albahaca, debajo de unos tilos amarillos.
Hasta ese momento no le había prestado mucha importancia a su desdibujado perfil ni a los gatos que la miraban de reojo desde los canteros.
Colmado por un festival de colores al mediodía, regresé a mi domicilio. En mi venturosa soledad y como de costumbre, preparé la comida. Más tarde, recostado en el sillón del living intenté una siesta mirando de reojo un cuadro de Soldi.
Llegó la noche, todo se reiteró hasta que mis párpados se desplomaron como dos palomas heridas sobre las hojas de un cuento de Borges. Llovía torrencialmente y soñé con pesadillas aladas que corrían a guarecerse dentro del libro.
Al día siguiente y a pesar de los senderos encharcados volví al Jardín Botánico. En la nueva caminata me detuve a mirar unas plantas prisioneras dentro de un invernáculo. Sobre los vidrios de los gruesos ventanales, mis ojos tropezaron con el reflejo ondulante de la misma mujer. En ese instante por encima de los árboles y en dirección a “La Rural”, unos nubarrones dibujaron amenazantes los brazos de un oso pardo. Traté de escapar pero me detuvo el latigazo de un relámpago perseguido por un trueno.
El presagio de un vendaval hizo que demorara el paseo, tenía miedo de arruinar mi costosa chalina azul. Presuroso me cobijé debajo de la copa de un gomero encorvado. Al aplacarse la tormenta, un raro presentimiento me empujó a recorrer otra vez los alrededores.
Acerté con el vaticinio: la mujer continuaba dentro del parque, lejos y en actitud contemplativa cercana a una vistosa Santa Rita apretándose irreverente al tronco de un ficus. Giré la cabeza, sentí un deseo irresistible por acercarme, traté de no perderla de vista y corrí haciendo garabatos por los senderos. En el intento, esquivé una protesta de gatos siameses debajo de una pérgola y tropecé con un grupo de escolares robándose colores en unos cuadernos sin hojas.
En estos momentos coincidentes - Pensé - ¿Habrá notado mi presencia? ¿Se atreverá a responder el saludo de un desconocido? No dejé de observarla, necesitaba resolver el dilema. Como un bandido solitario disimulé mi figura detrás de un palo borracho. Observé su sonrisa y los cabellos cayendo sobre sus hombros desnudos. Debajo del vestido, los pechos se insinuaban triunfantes. Mis ojos desfilaron por todo su cuerpo sin descubrir que los suyos me miraban resplandecientes.
Al enfrentarse, hubo una destello y me sorprendió ver en sus labios mudos, una sonrisa de viejos amigos. Inicié una tonta conversación acerca del desmañado clima de la semana; mientras con los dedos de sus pies, jugaba a las damas con unas hojas en el fondo de un charco.
Un golpe de viento helado hizo insoportable el lugar y sin más preámbulos la invité a tomar un café en la confitería de Gurruchaga y Santa Fe. Con un suave mohín rechazó la insinuación de cafetear. Aunque su mirada respondía otra cosa.
Necesitaba de su presencia. Quería permanecer a su lado, amarrarla, tener la certeza de un pronto reencuentro. ¡Tuve una feliz idea! prestarle mi chalina azul. La estratagema funcionó. Aceptó la prenda y jugando como si fuera una boa vencida, se la envolvió en el cuello.
Para la restitución de la chalina, acordamos encontrarnos al día siguiente; minutos más tarde, el crepúsculo y el frío apuró la despedida y me quedé sin el amparo de su visión y de perfeccionar mis vacíos.
Luego del hechizo, supe que estaba enamorado.
Decidí regresar al departamento de Arenales, apoltronado en el sillón del living esperé por la llegada de los sueños sin mirar el cuadro de Soldi. Tenía la cabeza despejada, convencido que ninguna pesadilla se presentarían a jugar a las escondidas.
A la mañana siguiente, ingresé al Botánico y la mujer no estaba. Transcurrieron dos horas. Después de un largo rodeo parecía que todo resultaría en vano. Sentado debajo de un laurel, pretendí calmar el tono de mi ansiedad y me puse a conversar con un gato de cola amarilla.
Al poco tiempo el cansancio venció mi ilusión. Sobre el mediodía, sin esperanzas y caminando hacia la salida, observé en medio de una fuente la escultura de una joven cincelada en mármol. Un intenso escalofrío subió por mi espalda, la estatua sonriente abrigaba su cuello con mi chalina azul.
Rubén A.Coffey
1 comentario:
Muy bueno, Rubén. Gracias
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